Por: Isabel Castaño Gómez (icastan3@eafit.edu.co)
Integrante del semillero del Observatorio en Comercio, Inversión y Desarrollo
Crecí en Medellín. Aunque mamá y hermano componían mi núcleo familiar, siempre estuve rodeada de mis tíos y abuelos maternos, entre los cuales era recurrente escuchar historias sobre la búsqueda de oro en entierros indígenas y, principalmente, sobre “la finca del abuelo” en Balboa, Chocó.
Yo, una chica citadina, no le daba mucho crédito a esas historias de huacas y entierros malditos, pero lo que sí me llamaba mucho la atención era la biodiversidad de la tierra del Chocó. Con mi alma de comerciante, cuando salí del colegio pensé en estudiar química farmacéutica, con el anhelo de un día, cuando me graduara, visitar la tan nombrada finca, sumergirme en el Chocó y sacar un producto tan revolucionario que pudiera comercializar ampliamente y formar mi propia empresa.
Como muchas cosas en la vida, pronto olvidé mi proyecto empresarial, y en medio de los paros en la Universidad de Antioquia me dediqué al deporte y otras pasiones juveniles, perdiendo el rumbo que me había propuesto. Pasaron quince años y solo hasta el ofrecimiento de realizar un curso de emprendimiento no retomé aquella idea.
Decidí por fin realizar el viaje a conocer el territorio, en compañía de mi madre y mi abuela, quienes ya tiempo atrás habían visitado la región. Llegamos a la ciudad de Apartadó en avión y, de allí, tomamos un carro a Turbo, donde en el muelle se toma la “Panga” para atravesar el Golfo de Urabá. La travesía fue larga, aproximadamente 2 horas recorriéndo la desembocadura del Atrato en el mar Pacifico; es hermoso ver como se funde el café del rio en el azul Pacífico del océano. De camino mi abuela, conocedora de viejas historias, nos relataba como en una ocasión, al saltar la lancha, un animal gigante había arrancado de la embarcación a un tripulante en medio del agite de las olas.
Cuando por fin desembarcamos, llegamos a un paraíso tropical llamado Titumate. Sus aguas eran de un azul claro, nos recibieron en el muelle unos pescadores, la población era más bien escasa, solo se veía un pueblo baldío con avisos de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia en las paredes y unos cuantos muchachos sentados en hamacas que muy atentamente vigilaban quién llegaba a su territorio. Recuerdo que era el primer miércoles de agosto, yo había pedido permiso en el trabajo para poder visitar la región.
Sobre el medio día, tomamos el chivero que nos llevaba a Balboa. Era un Jeep color rojo, grande, modelo 70” aproximadamente. En el camino me sorprendió lo tortuoso, además de los micos aulladores y una exuberante vegetación. Aproveché para indagar acerca de la economía de lo zona con la chica de al lado, y ella aprovechó para lo mismo, pero acerca de mi procedencia, ya que entre todos se conocen y no son muchos los que llegan.
Al llegar a Balboa, descendimos a la que sería nuestra morada, mientras emprendíamos el camino selva adentro, un Ecohotel; la chica meciéndose en la hamaca, parecía no esperar a nadie, al cabo de unos minutos reconoce a mi madre e inmediatamente nos organiza dos habitaciones. Lo primero que hice después de instalarme fue buscar conexión a internet; pero solo lo había en el parque central, donde lo adornaba inquietante una escultura, mitad humana y mitad ala de Alcatraz; mucho tiempo después sabría el porque de la escultura. Buscamos servicio de alimentación, la única opción es el restaurante de doña Ana, a dos cuadras del parque; pescado, frijoles, arroz de coco, ensalada y un antojo al que no dudó en complacer, jugo de borojó en leche, ya que por mucho tiempo, este fruto fue el mas cultivado en la región.
Es extraño porque parecía un pueblo desierto, nadie se veía en las calles. Yo inmediatamente hice amistad con los dueños del mercado de abarrotes donde vendían el servicio de internet por minutos, en pleno año 2021, sí, minutos de internet es la única opción en la zona para mí, debido a que la señal de mi operador no daba cobertura en aquel lugar del territorio nacional. Resulta que la luz llega a las 2:00 pm y se va a las 9:00 pm y el monopolio de la luz 24 horas solo lo tienen allí, donde tienen una bomba propia. Yo estaba iniciando semestre y me urgía conectarme a las clases virtuales, debido a esto era mi necesidad de conexión. Al otro día salimos a las 9:00 am hacia la finca, cada uno en un caballo, fueron dos horas, prefiero no hablar mucho al respecto; profundos precipicios donde sólo quedaba confiar en que el caballo no quisiera caer abajo; de allí aprendí que la mula es mejor para trabajar que el caballo, la de mi tío Fabián, quien cuida la finca, se sostenía mejor y en lugares donde el caballo no seguía, ella sí. Llegamos a la finca “El tesoro”, no hay energía, así que, si deseaba leer algo, debía aprovechar la luz del día. En la finca hay ganado, así que me dediqué a las jornadas con las vacas, quitar gusanos de los terneros y cuidar de no pisar una culebra; el baño era en el río, y una vasenilla debajo de la cama. Me contaba mi tío que a dos horas había un resguardo indígena, prometió llevarme pronto. A los dos días regresamos a Balboa; cuentan que el pueblo había sido fundado por un visionario sacerdote claretiano y además aviador: el párroco Alcides Fernández, quien, en busca de mejores condiciones de vida para los más pobres, fundó en 1963 este pueblo, en honor al conquistador español Vasco Núñez de Balboa, quien descubrió el Océano Pacífico hacia 1513, atravesando estas tierras.
El sacerdote Alcides indujo a muchos campesinos que huían de la violencia bipartidista a exiliarse en medio de la selva, con el anhelo de un mejor futuro para sus familias, un lugar en donde todos tuvieran derecho a la tierra, alejados del conflicto colombiano. Poco a poco vinieron las críticas del gobierno, considerando su laboratorio sociológico como una amenaza para el Estado. Pero no fue sino hasta la década de los 90s, que las calles de Balboa fueron desalojadas por los enfrentamientos entre la guerrilla y los paramilitares; las familias amenazadas salieron despavoridas de esta ilusión creada por el Párroco Alcides hacia el interior del país, incluso fuera; y aún hoy, no han vuelto a recobrar la vida de antes; las personas se van por la falta de oportunidades, el precario servicio de salud y la falta de infraestructura para una mejor calidad de vida.
Debo decir que ya no pienso en mi proyecto personal solamente, ahora me duele una comunidad olvidada en medio de la selva del Darién.
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