Por: Andrés Ordoñez Buitrago*
Analista del Observatorio en Comercio, Inversión y Desarrollo
La doctrina de la deuda odiosa sostiene que “la deuda soberana incurrida sin el consentimiento del pueblo y que no lo beneficia es odiosa y no debe ser transferible a un gobierno sucesor, sobre todo si los acreedores conocían de antemano estos hechos”[1]. Quienes defienden esta doctrina proponen como ejemplos para su aplicación los casos de los dictadores Anastasio Somoza (Nicaragua), Ferdinand Marcos (Filipinas), Jean-Claude Duvalier (Haití), el régimen del apartheid en Sudáfrica, entre otros. Y hace pocos años, el gobierno del presidente Rafael Correa (Ecuador) invocó el carácter ilegítimo e inmoral de la deuda externa de su país para declararse en moratoria de pagos internacionales, teniendo en cuenta que desde 1978 el Parlamento ecuatoriano fue excluido de las decisiones sobre endeudamiento[2].
Este concepto es, sin duda, bastante polémico y da lugar a varias reflexiones. En primer lugar, uno podría cuestionarse por las motivaciones de los bancos e instituciones financieras internacionales para realizar préstamos a gobiernos corruptos, tiránicos o antidemocráticos, si estos gobiernos no representan el interés general de su población sino que están movidos por intereses particulares. Este cuestionamiento lleva implícita la premisa de que lo que busca el sistema financiero es el bienestar general y que las consideraciones morales son relevantes a la hora de determinar si se concede o no un préstamo. Si bien lo anterior es un ideal, una aspiración en cuya deseabilidad prácticamente todos coincidimos, en la realidad no ocurre así y debe diferenciarse el ser del deber ser de las cosas.
Por una parte, la banca privada internacional tiene un claro ánimo de lucro: realizan inversiones con el único ánimo de obtener una rentabilidad o retorno suficiente; las demás consideraciones, como la legitimidad del prestatario para obligar a un Estado a pagar la deuda, son irrelevantes para los banqueros globales. En este sentido, a la hora de evaluar si conceden o no un crédito, no es realmente importante si el gobierno es democrático o no, sino únicamente si hay suficiente respaldo para obtener el pago de la deuda; y cuando no lo hay fijan unas tasas de interés más altas de lo habitual, porque a mayor riesgo, mayor ganancia.
Por otra parte, en las instituciones financieras internacionales como el FMI, el BM, BID, entre otras, que tienen un carácter público, las consideraciones sobre el carácter legítimo o no del gobierno que solicita un préstamo tampoco es muy relevante (sí tienen en cuenta por ejemplo la estabilidad política y económica del país, pero esto es muy diferente al carácter transparente, democrático y legítimo del gobierno en cuestión). Así, vemos cómo en los tratados constitutivos de esas organizaciones no se hace ninguna alusión a requisitos como transparencia o democracia o respeto a los derechos humanos que deban cumplir los Estados para poder recibir financiamiento. En materia económica, todo parece indicar que la estabilidad prima sobre la legitimidad.
Esta situación no es necesariamente mala; introducir juicios de valor político o moral (que son inherente discutibles y no hay fórmulas exactas para hacerlos) en decisiones económicas podría comprometer la estabilidad del sistema internacional. Adicionalmente, es importante recordar que la democracia no es un sistema político universal y que la Carta de las Naciones Unidas acepta la diferencia en regímenes políticos y económicos, por lo cual un gobierno monárquico o dictatorial en el sistema internacional están en igualdad de condiciones jurídicas y políticas (aunque no morales, a la luz de nuestras consideraciones personales) que un gobierno democrático. De allí que asumir la postura de la deuda odiosa llevaría a sostener que Arabia Saudita debe ser aislada del financiamiento internacional, tanto público como privado, por ser una monarquía absoluta; o que China, Emiratos Árabes, Qatar tampoco podrían recibir financiamiento por no ser un gobierno democrático, a la luz de estándares occidentales; y muchos otros casos como Ucrania, Singapur, Argelia, Venezuela, Cuba y Sudán entrarían a ser discutidos, ya que no es fácil determinar con claridad si son gobiernos democráticos o no, en tanto la democracia no es una cuestión de blanco y negro, sino que habitualmente se mueve en una escala de grises donde la definición de si un régimen es democrático o no tiene un alto componente de subjetividad (atendiendo al concepto de democracia que se adopte), ideología e intereses[3].
Adicionalmente, el caso de China sirve para formular un interrogante adicional: ¿pueden los gobiernos ilegítimos aportar recursos, como prestamistas, a las instituciones financieras internacionales? ¿O por el hecho de estar “manchado” este dinero debe excluirse en general del sistema financiero global? En caso de responder negativamente estaríamos ante una situación de doble moral, que sí recibimos dinero manchado de sangre pero no podemos otorgarlo; y en caso de responder que no, las implicaciones sobre la estabilidad del sistema económico global serían, a mi juicio, catastróficas.
Para concluir, a mi juicio esta propuesta es bien intencionada y comparto los ideales que la inspiran (fortalecimiento de la democracia, respeto a los derechos humanos y el Estado de Derecho a nivel global, lucha contra la corrupción, entre otros), pero considero que su implementación tendría muchísimos problemas tanto teóricos (la definición del concepto de democracia y legitimidad de un régimen político, por ejemplo) como prácticos (la autoridad que determine si un gobierno es “digno” o no de recibir un préstamo, los mecanismos para asegurar que no reciba dinero de ninguna institución financiera pública o privada, el problema del mercado negro, los efectos que tendría esta medida sobre la población del país afectado, por mencionar algunos). Por lo anterior, considero que no debe desarrollarse una norma a nivel internacional que permita a un gobierno eximirse de sus deudas internacionales alegando que el gobierno bajo el cual se contrajeron fue ilegítimo, dictatorial o corrupto. Como alternativa, deberían fortalecerse los mecanismos de cooperación internacional que permitan rastrear –especialmente en paraísos fiscales– las grandes fortunas que amasaron gobernantes corruptos y dictatoriales a expensas de su pueblo, y devolver estos recursos a su país cuando haya vuelto a la democracia o al régimen que sus habitantes definan en ejercicio de su autodeterminación.
La doctrina de la deuda odiosa sostiene que “la deuda soberana incurrida sin el consentimiento del pueblo y que no lo beneficia es odiosa y no debe ser transferible a un gobierno sucesor, sobre todo si los acreedores conocían de antemano estos hechos”[1]. Quienes defienden esta doctrina proponen como ejemplos para su aplicación los casos de los dictadores Anastasio Somoza (Nicaragua), Ferdinand Marcos (Filipinas), Jean-Claude Duvalier (Haití), el régimen del apartheid en Sudáfrica, entre otros. Y hace pocos años, el gobierno del presidente Rafael Correa (Ecuador) invocó el carácter ilegítimo e inmoral de la deuda externa de su país para declararse en moratoria de pagos internacionales, teniendo en cuenta que desde 1978 el Parlamento ecuatoriano fue excluido de las decisiones sobre endeudamiento[2].
Este concepto es, sin duda, bastante polémico y da lugar a varias reflexiones. En primer lugar, uno podría cuestionarse por las motivaciones de los bancos e instituciones financieras internacionales para realizar préstamos a gobiernos corruptos, tiránicos o antidemocráticos, si estos gobiernos no representan el interés general de su población sino que están movidos por intereses particulares. Este cuestionamiento lleva implícita la premisa de que lo que busca el sistema financiero es el bienestar general y que las consideraciones morales son relevantes a la hora de determinar si se concede o no un préstamo. Si bien lo anterior es un ideal, una aspiración en cuya deseabilidad prácticamente todos coincidimos, en la realidad no ocurre así y debe diferenciarse el ser del deber ser de las cosas.
Por una parte, la banca privada internacional tiene un claro ánimo de lucro: realizan inversiones con el único ánimo de obtener una rentabilidad o retorno suficiente; las demás consideraciones, como la legitimidad del prestatario para obligar a un Estado a pagar la deuda, son irrelevantes para los banqueros globales. En este sentido, a la hora de evaluar si conceden o no un crédito, no es realmente importante si el gobierno es democrático o no, sino únicamente si hay suficiente respaldo para obtener el pago de la deuda; y cuando no lo hay fijan unas tasas de interés más altas de lo habitual, porque a mayor riesgo, mayor ganancia.
Por otra parte, en las instituciones financieras internacionales como el FMI, el BM, BID, entre otras, que tienen un carácter público, las consideraciones sobre el carácter legítimo o no del gobierno que solicita un préstamo tampoco es muy relevante (sí tienen en cuenta por ejemplo la estabilidad política y económica del país, pero esto es muy diferente al carácter transparente, democrático y legítimo del gobierno en cuestión). Así, vemos cómo en los tratados constitutivos de esas organizaciones no se hace ninguna alusión a requisitos como transparencia o democracia o respeto a los derechos humanos que deban cumplir los Estados para poder recibir financiamiento. En materia económica, todo parece indicar que la estabilidad prima sobre la legitimidad.
Esta situación no es necesariamente mala; introducir juicios de valor político o moral (que son inherente discutibles y no hay fórmulas exactas para hacerlos) en decisiones económicas podría comprometer la estabilidad del sistema internacional. Adicionalmente, es importante recordar que la democracia no es un sistema político universal y que la Carta de las Naciones Unidas acepta la diferencia en regímenes políticos y económicos, por lo cual un gobierno monárquico o dictatorial en el sistema internacional están en igualdad de condiciones jurídicas y políticas (aunque no morales, a la luz de nuestras consideraciones personales) que un gobierno democrático. De allí que asumir la postura de la deuda odiosa llevaría a sostener que Arabia Saudita debe ser aislada del financiamiento internacional, tanto público como privado, por ser una monarquía absoluta; o que China, Emiratos Árabes, Qatar tampoco podrían recibir financiamiento por no ser un gobierno democrático, a la luz de estándares occidentales; y muchos otros casos como Ucrania, Singapur, Argelia, Venezuela, Cuba y Sudán entrarían a ser discutidos, ya que no es fácil determinar con claridad si son gobiernos democráticos o no, en tanto la democracia no es una cuestión de blanco y negro, sino que habitualmente se mueve en una escala de grises donde la definición de si un régimen es democrático o no tiene un alto componente de subjetividad (atendiendo al concepto de democracia que se adopte), ideología e intereses[3].
Adicionalmente, el caso de China sirve para formular un interrogante adicional: ¿pueden los gobiernos ilegítimos aportar recursos, como prestamistas, a las instituciones financieras internacionales? ¿O por el hecho de estar “manchado” este dinero debe excluirse en general del sistema financiero global? En caso de responder negativamente estaríamos ante una situación de doble moral, que sí recibimos dinero manchado de sangre pero no podemos otorgarlo; y en caso de responder que no, las implicaciones sobre la estabilidad del sistema económico global serían, a mi juicio, catastróficas.
Para concluir, a mi juicio esta propuesta es bien intencionada y comparto los ideales que la inspiran (fortalecimiento de la democracia, respeto a los derechos humanos y el Estado de Derecho a nivel global, lucha contra la corrupción, entre otros), pero considero que su implementación tendría muchísimos problemas tanto teóricos (la definición del concepto de democracia y legitimidad de un régimen político, por ejemplo) como prácticos (la autoridad que determine si un gobierno es “digno” o no de recibir un préstamo, los mecanismos para asegurar que no reciba dinero de ninguna institución financiera pública o privada, el problema del mercado negro, los efectos que tendría esta medida sobre la población del país afectado, por mencionar algunos). Por lo anterior, considero que no debe desarrollarse una norma a nivel internacional que permita a un gobierno eximirse de sus deudas internacionales alegando que el gobierno bajo el cual se contrajeron fue ilegítimo, dictatorial o corrupto. Como alternativa, deberían fortalecerse los mecanismos de cooperación internacional que permitan rastrear –especialmente en paraísos fiscales– las grandes fortunas que amasaron gobernantes corruptos y dictatoriales a expensas de su pueblo, y devolver estos recursos a su país cuando haya vuelto a la democracia o al régimen que sus habitantes definan en ejercicio de su autodeterminación.
[1] Michael Kremer y Seema
Jayachandran, “La deuda odiosa”, en Revista
Finanzas & Desarrollo, junio de 2002, p. 36.
[2] Alejandro Nadal, “Ecuador:
repudio de la deuda odiosa”, en La
Jornada, 17 de diciembre de 2008, disponible en línea en: http://www.jornada.unam.mx/2008/12/17/index.php?section=opinion&article=029a1eco
[3] Véase por ejemplo el Índice de
Democracia producido por la Unidad de Inteligencia de The Economist, en el cual
se clasifican un gran número de países del mundo entre democracias plenas,
imperfectas, regímenes híbridos y regímenes autoritarios. Para el último
reporte, del año 2015, sólo 20 países fueron considerados democracias plenas.
¿Sólo ellos pueden ser prestatarios? ¿O todos los países menos los regímenes
autoritarios? Fuente: The
Economist, “Democracy Index 2015: Democracy in an age of anxiety”, disponible
en: http://www.eiu.com/public/topical_report.aspx?campaignid=DemocracyIndex2015